jueves, enero 25, 2007

Un poquito de cultura literaria

Por hacerme el culto os copio aqui un testo del escritor Peruano Julio Ramón Ribeyro (¿Ribeyro con y griega? Más que curioso me lleva a reflexionar sobre la evolución de los apellidos). Lo he mangado del blog de Clompi, espero que os guste.

PD: ¿Cambio de imagen? ¿que cambio de imagen?

LA INSIGNIA

Hasta ahora recuerdo aquella tarde en que al pasar por el malecón divisé en un pequeño basural un objeto brillante. Con una curiosidad muy explicable en mi temperamente de coleccionista, me agaché y después de recogerlo lo froté contra la manga de mi saco. Así pude observar que se trataba de una menuda insignia de plata, atravesada por unos signos que en ese momento me parecieron incomprensibles. Me la eché al bolsillo y, sin darle mayor importancia al asunto, regresé a mi casa. No puedo precisar cuánto tiempo estuvo guardada en aquel traje que usaba poco. Sólo recuerdo que en una oportunidad lo mandé a lavar y, con gran sorpresa mía, cuando el dependiente me lo devolvió limpio, me entregó una cajita, diciéndome: “Esto debe ser suyo, pues lo he encontrado en su bolsillo”.

Era, naturalmente, la insignia y este rescate inesperado me conmovió a tal extremo que decidí usarla.

Aquí empieza realmente el encadenamiento de sucesos extraños que me acontecieron. Lo primero fue un incidenbte que tuve en una librería de viejo. Me hallaba repasando añejas encuadernaciones cuando el patrón, que desde hacía rato e observaba desde el ángulo más oscuro de su librería, se me acercó y, con un tono de complicidad, entre guiños y muecas convencionales, me dijo: “Aquí tenemos libros de Feifer”. Yo lo quedé mirando intrigado porque no había preguntado por dicho autor, el cual, por lo demás, aunque mis conocimientos de literatura no son muy amplios, me era enteramente desconocido. Y acto seguido añadió: “Feifer estuvo en Pilsen”. Como yo no saliera de mi estupor, el librero terminó con un tono de revelación, de confidencia definitiva: “Debe usted saber que lo mataron. Sí, lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga”. Y dicho esto se retiró hacia el ángulo de donde había surgido y permaneció en el más profundo silencio. Yo seguí revisando algunos volúmenes maquinalmente pero mi pensamiento se hallaba preocupado en las palabras enigmáticas del librero. Después de comprar un libro de mecánica salí, desconcertado, del negocio.

Durante algún tiempo estuve razonando sobre el significado de dicho incidente, pero como no pude solucionarlo acabé por olvidarme de él. Mas, pronto, un nuevo acontecimiento me alarmó sobremanera. Caminaba por una plaza de los suburbios cuando un hobre menudo, de faz hepática y angulosa, me abordó intempestivamente y antes de que yo pudiera reaccionar, me dejó una tarjeta entre las manos, desapareciendo sin pronunciar palabra. La tarjeta, en cartulina blanca, sólo tenía una dirección y una cita que rezaba: SEGUNDA SESION: MARTES 4. Como es de suponer, el martes 4 me dirigí a la numeración indicada. Ya por los alrededores me encontré con varios sujetos extraños que merodeaban y que, por una coincidencia que me sorprendió, tenían una insignia igual a la mía. Me introduje en el círculo y noté que todos me estrechaban la mano con gran familiaridad. En seguida ingresamos a la casa señalada y en una habitación grande tomamos asiento. Un señor de aspecto grave emergió tras un cortinaje y, desde un estrado, después de saludarnos, empezó a hablar interminablemente. No sé precisamente sobre qué versó la conferencia ni si aquello era efectivamente una conferencia. Los recuerdos de niñez anduvieron hilvanados con las más agudas especulaciones filosóficas, y a unas disgresiones sobre el cultivo de la remolacha fue aplicado el mismo método expositivo que a la organización del Estado. Recuerdo que finalizó pintando unas rayas rojas en una pizarra, con una tiza que extrajo de su bolsillo.

Cuando hubo terminado, todos se levantaron y comenzaron a retirarse, comentando entusiasmados el buen éxito de la charla. Yo, por condescendencia, sumé mis elogios a los suyos, mas, en el momento en que me disponía a cruzar el umbral, el disertante me pasó la voz con una interjección, y al volverme me hizo una seña para que me acercara.

- Es usted nuevo, ¿verdad? -me interrogó, un poco desconfiado.
- Sí -respondí, después de vacilar un rato, pues me sorprendió que hubiera podido identificarme entre tanta concurrencia-. Tengo poco tiempo.
- ¿Y quién lo introdujo?
Me acordé de la librería, con gran suerte de mi parte.
-Estaba en la librería de la calle Amargura, cuando el…
- ¿Quién? ¿Martín?
- Sí, Martín.
-!Ah, es un colaborador nuestro!
- Yo soy un viejo cliente suyo.
- ¿Y de qué hablaron?
-Bueno… de Feifer.
-¿Qué le dijo?
-Que había estado en Pilsen. En verdad… yo no lo sabía
-¿No lo sabía?
- No -repliqué con la mayor tranquilidad.
- ¿Y no sabía tampoco que lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga?
- Eso también me lo dijo.
-!Ah, fue una cosa espantosa para nosotros!
-En efecto -confirmé- Fue una pérdida irreparable.

Mantuvimos una charla ambigua y ocasional, llena de confidencias imprevistas y de alusiones superficiales, como la que sostienen dos personas extrañas que viajan accidentalmente en el mismo asiento de un ómnibus. Recuerdo que mientras yo me afanaba en describirle mi operación de las amígdalas, él, con grandes gestos, proclamaba la belleza de los paisajes nórdicos. Por fin, antes de retirarme, me dio un encargo que no dejó de llamarme la atención .

-Tráigame en la próxima semana -dijo- una lista de todos los teléfonos que empiecen con 38.
Prometí cumplir lo ordenado y, antes del plazo concedido, concurrí con la lista.
-!Admirable! -exclamó- Trabaja usted con rapidez ejemplar.

Desde aquel día cumplí una serie de encargos semejantes, de lo más extraños. Así, por ejemplo, tuve que conseguir una docena de papagayos a los que ni más volví a ver. Mas tarde fui enviado a una ciudad de provincia a levantar un croquis del edificio municipal. Recuerdo que también me ocupé de arrojar cáscaras de plátano en la puerta de algunas residencias escrupulosamente señaladas, de escribir un artículo sobre los cuerpos celestes, que nunca vi publicado, de adiestrar a un meno en gestos parlamentarios, y aun de cumplir ciertas misiones confidenciales, como llevar cartas que jamás leí o espiar a mujeres exóticas que generalmente desaparecían sin dejar rastro.

De este modo, poco a poco, fui ganando cierta consideración. Al cabo de un año, en una ceremonia emocionante, fui elevado de rango. “Ha ascendido usted un grado”, me dijo el superior de nuestro círculo, abrazándome efusivamente. Tuve, entonces, que pronunciar una breve alocución, en la que me referí en térmios vagos a nuestra tarea común, no obstante lo cual, fui aclamado con estrépito.

En mi casa, sin embargo, la situación era confusa. No comprendían mis desapariciones imprevistas, mis actos rodeados de misterio, y las veces que me interrogaron evadí las respuestas poque, en realidad, no encontraba una satisfactoria. Algunos parientes me recomendaron, incluso, que me hiciera revisar por un alienista, pues mi conducta no era precisamente la de un hombre sensato. Sobre todo, recuerdo haberlos intrigado mucho un día que me sorprendieron fabricando una gruesa de bigotes postizos pues había recibido dicho encargo de mi jefe.

Esta beligerancia doméstica no impidió que yo siguiera dedicándome, con una energía que ni yo mismo podría explicarme, a las labores de nuestra sociedad. Pronto fui relator, tesorero, adjunto de conferencias, asesor administrativo, y conforme me iba sumiendo en el seno de la organización aumentaba mi desconcierto, no sabiendo si me hallaba en una secta religiosa o en una agrupación de fabricantes de paños.

A los tres años me enviaron al extranjero. Fue un viaje de lo más intrigante. No tenía yo un céntimo; sin embargo, los barcos me brindaban sus camarotes, en los puertos había siempre alguien que me recibía y me prodigaba atenciones, y en los hoteles me obsequiaban sus comodidades sin exigirme nada. Así me vinculé con otros cofrades, aprendí lenguas foráneas, pronuncié conferencias, inauguré filiales a nuestra agrupación y vi cómo extendía la insignia de plata por todos los confines del continente. Cuando regresé, después de un año de intensa experiencia humana, estaba tan desconcertado como cuando ingresé a la librería de Martín.

Han pasado diez años. Por mis propios méritos he sido designado presidente. Uso una toga orlada de púrpura con la que aparezco en los grandes ceremoniales. Los afiliados me tratan de vuecencia. Tengo una renta de cinco mil dólares, casas en los balnearios, sirvientes con librea que me respetan y me temen, y hasta una mujer encantadora que viene a mí por las noches sin que yo le llame. Y a pesar de todo esto, ahora, como el primer día y como siempre, vivo en la más absoluta ignorancia, y si alguien me preguntara cuál es el sentido de nuestra organización, yo no sabría qué responderle. A lo más, me limitaría a pintar rayas rojas en una pizarra negra, esperando confiado los resultados que produce en la mente humana toda explicación que se funda inexorablemente en la cábala.

(Lima, 1952)

martes, enero 23, 2007

Mediana (dos)

lunes, enero 22, 2007

Calculo de la Mediana

Media geométrica:

La media geométrica de N observaciones es la raíz de índice N del producto de todas las observaciones. La representaremos por G.

Solo se puede calcular si no hay observaciones negativas. Es una medida estadística poco o nada usual.


Veamos un ejemplo concreto con las ganas de tocar las narices de una serie de personajes:


Personaje - Ganas de tocar las narices
Raquel - 72
Fran - 85
Susana - 96
Pululante - 103


En este caso la mediana de la distribución sería 85.

Calculo de la Mediana

Media geométrica:

La media geométrica de N observaciones es la raíz de índice N del producto de todas las observaciones. La representaremos por G.

Solo se puede calcular si no hay observaciones negativas. Es una medida estadística poco o nada usual.


Veamos un ejemplo concreto con las ganas de tocar las narices de una serie de personajes:

Personaje Ganas de tocar las narices
Raquel 72
Fran 85
Susana 96
Pululante 103


En este caso la mediana de la distribución sería 85.

viernes, enero 19, 2007

¡Que no es lupus!

Plagio aqui descaradamente el título de un post de MedTempus. Yo de ellos descartaba el Lupus de mano y me ponía a trabajar en las demás hipótesis...


viernes, enero 12, 2007

Hastío













martes, enero 09, 2007

Sobre los ultimos acontecimientos en Madrid.

Fragmento de un articulo de Pablo Ordaz para "El Pais". Las palabras de Iñaki Gabilondo expresan con total certeza mi sentir.

Cuando ETA empezó a matar, el periodista Iñaki Gabilondo tenía 17 o 18 años. La noticia del asesinato de Melitón Manzanas le cogió en París, adonde había llegado procedente de San Sebastián, su ciudad. El miércoles pasado, mientras preparaba el primer informativo después de unos días de descanso, le iban llegando de su tierra noticias de un cansancio infinito. Un cansancio que él comparte acompañado de un enfado terrible.

-Y no sé si porque lo creía o porque lo quería creer, pero, sinceramente, tenía la sensación de que ahora estábamos más cerca del final del terrorismo. Yo tengo 64 años y tenía la ilusión de poderlo ver antes de hacerme muy viejo. Tengo la sensación de estar en una noria infinita, vueltas y vueltas y más vueltas, y siempre en el mismo sitio, pero cada vez más viejos, con el estómago más revuelto, con más dolor de cabeza, con más ganas de devolver...

Dice Gabilondo que fue durante el juicio a los secuestradores de Ortega Lara cuando él percibió en toda su crudeza el drama moral que sufre su tierra:

-Eran unos tíos como de mi edad, y recalco el dato porque yo hablo siempre de esto en términos del fracaso de nuestra generación. ETA empezó con gente de 17 años cuando yo tenía 17 años, y se han ido haciendo mayores a la vez que yo. Y aquellos tíos -insisto, de mi edad- estaban metidos en esa jaula de cristal, con una camiseta que ponía no sé qué. Le habían tenido a Ortega Lara como ya todos habíamos visto que le habían tenido, y estos señores, mientras, habían estado viviendo su vida normal. Iban a casa y le decían al niño: "Así no le hables a la ama, oye, coge el cubierto con la mano derecha", y el domingo, a ver a la Real a Anoeta. Ésa es para mí la imagen de la catástrofe moral que esta historia significa y que se pone de manifiesto cuando estos prójimos se han acostumbrado a creer justificada una historia que no aguanta dos minutos seguidos un análisis serio. Que en un pueblo opulento, rico, próspero, económicamente potente, con libertades, con sus símbolos, con sus idiomas, haya una parte de la sociedad que aspire a más me parece legítimo, pero que crea que esa aspiración tiene entidad de opresión popular como para matar...

-Eso me irrita porque ofende los dramas que el mundo tiene de verdad. Yo este año he estado en Gaza, allí he visto lo que es que un pueblo se sienta oprimido; yo he visto en África a gente que no tiene para comer, que tiene que caminar 10 kilómetros a por agua... Y que un pueblo como el mío se esté permitiendo la fantasmada, la chulada de darse la importancia que se está dando, convirtiendo un problema que es sencillamente un problema político como en el mundo hay millones, en un drama de este calibre, jugando batallas de vida o muerte, me parece una ofensa para los asuntos reales de vida o muerte. No puede ser, no puede ser que dediquemos la energía que estamos dedicando a este asunto, que estemos obligando a toda España a tener la paciencia superlativa de dedicar millones de horas de un tiempo que lo necesita para millones de problemas que tiene de verdad. Sencillamente, me parece un insulto, me siento ofendido como vasco y me siento irritado. Me parece que debería haber un problema de categorías. ¡Que esos pobres chicos ecuatorianos estén muertos ahora en nombre de no sé qué anhelo...! Vamos, hombre, hay que ver el problema real de estos dos ecuatorianos que habían venido a sacarse la vida adelante al quinto pino de su país y que les hemos matado porque nosotros creemos que una organización del Estado así es peor que una organización del Estado asá... Es que esto no resiste la comparación. No banalicemos hasta este extremo las cosas y, sobre todo, si las estamos banalizando, pongámonos colorados, que nos dé vergüenza por lo menos.


No dejéis de leer el reportaje completo, merece la pena.

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